Formación Integral


Cuando el susurro es una canción de cuna

07.06.2008 08:03

Por: Guillermo Giacosa

Cuando le pregunté a Romano qué le leía su mamá a su papá para que se durmiera, este, con su horrible dentadura llena de fierros, mirándome con el mismo desconcierto que le hubiese producido un pulpo jugando al tenis, me hizo comprender que no todas las mamás les leían a sus respectivos esposos por la noche. No era un ritual matrimonial común. Sin embargo, para mí, que cada noche escuchaba el susurro de la voz de mi vieja leyéndole una novela a mi padre, era tan normal como verlos compartir la misma cama. No es necesario decir que, muchos años más tarde, la televisión desplazó a mi madre de esa función pero, estoy seguro, nunca hizo tan plácidos los sueños de mi viejo. A mi hermano Federico y a mí solo nos llegaba un susurro de lo que acontecía en la habitación contigua, pero nos habíamos acostumbrado tanto a escucharlo que su ausencia nos provocaba una cierta intranquilidad y un pasajero insomnio. Oír la voz de mi madre mientras me dormía me producía la sensación de estar cuidado por un alerta y vigilante guardián que me protegía de todos los males de este mundo. Me sentía el tesoro más preciado de ese guardián y, por ello, ni la noche ni la oscuridad me provocaban temor. Creo que mi madre, con quien tanto conversábamos, murió ignorando los efectos sedantes que su voz ejercía sobre mi hermano y sobre mí. ¿Por qué nunca se lo dije? Lo ignoro. Creo que recién ahora que recupero recuerdos para poder compartirlos he tomado conciencia de este hábito familiar que, como después supe, era casi una rareza. Mi padre, que afirmaba tener grandes dificultades para conciliar el sueño, se adormilaba al compás de la novelas, generalmente policiales, que le leía mi madre. El drama era que ella, si no tenía una obligación que cumplir, tenía la envidiable capacidad de dormirse tan pronto apoyaba la cabeza en la almohada. Sus atronadores ronquidos, que parecían emergidos de otro mundo, la delataban. Mi viejo, cuya adoración por ella era un sentimiento que se podía palpar y del que, por supuesto, todos participábamos, se demoraba en minucias diversas cuando la veía muy cansada a fin de que pudiese sentirse relevada de su papel de lectora y voz oficial de las noches familiares.

 

 

Con mi hermano decíamos "pa-rece que esta noche no hay libro" y sustituíamos el arrullo por una conversación sobre fútbol que finalizaba cuando uno de los dos se daba cuenta de que estaba hablando solo. Mi padre, en esas ocasiones, recurría invariablemente al Duplisedan, una pastilla mágica que se constituía en el sucedáneo de la canción de cuna con el que la vieja ponía el mundo en su lugar y a mi hogar en un estado de gracia cuyo recuerdo libera en mi interior imágenes, sonidos, olores y, por sobre todo, una atmósfera de paz y seguridad que es la mejor herencia que un ser humano puede recibir y que fue el legado que, aun hoy, cuando todo invita a la locura, me permite tomar distancia y pensar que el mundo debería ser un hospitalario refugio para todos.

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