Formación Integral


La mala noche

26.05.2008 18:23

Por: Jaime Bayly

Extrañamente en Lima duermo mejor que en Miami. No me pongo ropa de dormir, hace ya algún tiempo dejé de cambiarme de ropa para dormir. Me dejo caer en la cama con la misma ropa que he usado durante el día. No me quito los zapatos, no veo por qué debería quitármelos. Me echo boca abajo. Antes he prendido en máxima potencia la Electrolux portátil que compré en Buenos Aires. Acerco mis pies al calefactor. El aire caliente me hunde en un sueño profundo. Despierto unas horas después, bañado en sudor, los pies ardiendo. A veces consigo dormir seis horas.

Si no tengo el calefactor Electrolux argentino quemándome los zapatos, me dan pesadillas –mi padre me insulta y me pega; mis hijas se pierden o se ahogan; los aviones caen mientras rezo ya tarde– y cuando despierto estoy furioso, irritado, con ganas de pelearme con alguien y además no paro de toser y expectorar cosas innombrables y Sofía se impacienta porque escupo en sus macetas y en sus alfombras importadas y en sus revistas de decoración, que es donde más me gusta escupir porque siento que es mi manera de decorar la casa.

En Miami las noches son peores. El calefactor Electrolux argentino no funciona. He hecho todo lo posible para hacerlo funcionar pero he fracasado. He comprado otros calefactores pero ninguno funciona igual, ninguno me quema los pies, son tibios y débiles y botan un aire ridículo y no sirven para nada. No es fácil encontrar un calefactor en Miami, nadie los necesita, salvo los enfermos y los locos. La mayor parte tienen un termostato incorporado que apaga el aire caliente cuando se llega a la temperatura máxima. Esos son los más despreciables. Los pies se me enfrían y despierto furioso y pateo el calefactor de cuarenta dólares que compré en el Sears de Coral Way después de tomarme fotos con las vendedoras uniformadas que todavía no se han enterado de que no soy heterosexual y aun si les dijera que no lo soy tampoco me creerían porque uno cree lo que quiere creer.

En Miami duermo boca arriba porque boca abajo me asfixio. No prendo el aire acondicionado porque el frío en cualquiera de sus formas es el mejor aliado de la enfermedad. No puedo precisar la naturaleza de la enfermedad. Es incierta, misteriosa y obstinada. No me deja respirar, no me deja dormir, no me deja escribir, no me deja hacer el amor ni creer en el amor. No quiero saber el nombre de la enfermedad ni su exacto lugar de alojamiento. Sé que vive conmigo y que me ha poseído con amor perverso e incomprendido y que tengo la batalla perdida. Sé que esos bichos son mis bichos y quieren quedarse con mi cuerpo y yo siempre le di mi cuerpo a cualquier mal bicho que lo deseara poseer. Por eso no voy a ningún médico. O voy y cuando me dicen que tienen que sacarme sangre me escapo. O voy y cuando me hacen esperar más de una hora me largo escupiendo en los pasillos alfombrados de esa clínica de lujo los bichos que me habitan.

En Miami prendo un radiador de aceite en un cuarto y otro radiador igualmente pesado en el cuarto de al lado y nunca sé dónde despertaré porque en un cuarto se escuchan los ladridos del perro del vecino y en el otro los cantos del pájaro feliz y los gritos de los niños del parvulario que han abierto frente a mi casa y entonces voy de una cama a otra buscando el silencio esquivo, imposible y tratando de que el calor de los radiadores me devuelva al sueño y neutralice el avance de los bichos que me roban el oxígeno y se quedan con lo mejor de mí.

Nunca duermo más de dos horas y cuando despierto bajo a la cocina y ataco a las cucarachas con el aerosol de Mr. Clean (que tanto se parece a Mc Cain) y a pesar de la mala noche me siento feliz cuando consigo matar a una de esas cobardes malnacidas que merodean la basura y seguramente están esperando a que me muera.

Entonces vuelvo a alguna de mis camas según los ladridos del perro o los exabruptos musicales del pájaro cantor o los chillidos de los niños del parvulario o los ruidos del jardinero de la casa vecina que aspira la hierba cortada con una máquina satánica que hace el peor de todos los ruidos posibles. Y como nunca puedo volver a dormir y ya es media mañana y siento que estoy a punto de enloquecer y salir a la calle disparando perdigones al jardinero, al perro, al pájaro cantor y a las maestras del parvulario, sé que es el momento de entrar al baño y elegir la pastilla que me haga morir un poco.

No es una elección fácil porque son cuatro pastillas distintas y cada una tiene su probada eficacia y sus efectos secundarios. Los Alplax que me regaló la mamá de Martín en Buenos Aires son buenos porque me relajan y me vuelven una persona mejor, pero no me hacen dormir más de tres o cuatro horas y al día siguiente me dejan la boca reseca. Los Lunesta que me vende Henry en la farmacia sin pedirme prescripción son mejores porque me hacen dormir seis o siete horas, pero al día siguiente me dan resaca, me duele la cabeza, me vuelven tacaño y miserable y me paso el día insultando imaginariamente a mis enemigos, que no son pocos. Los Stilnox que me recetó la doctora en Lima son peligrosos, pero por eso mismo los que más me tientan: no dejan resaca, me hacen dormir profundamente y boca abajo y con los radiadores apagados, lo malo es que me hacen alucinar y me dan sonambulismo y a veces despierto sin zapatos en el sillón de la cocina o en calzoncillos en el sillón de la sala y no recuerdo cómo llegué allí ni dónde me quité la ropa y esos cambios bruscos de temperatura me dejan al día siguiente con una tos odiosa y la sensación de que la enfermedad recrudece cuando tomo los Stilnox que Jack Nicholson le dijo a Heath Ledger que dejase de tomar porque podían costarle la vida. Pero cuando uno está loco de no poder dormir se toma una pastilla o varias sabiendo que se juega la vida y no importa, lo que importa es dormirse aun si después ya no despiertas. Y luego están los Klonopin que una amiga cubana metió en mis bolsillos una noche y volvió a darme cuando nos encontramos en Buenos Aires y que son espléndidos porque me hacen dormir hasta ocho horas en la misma posición y con zapatos y sin radiadores y sin escuchar niños ni pájaros ni perros ni maestras jardineras, pero al día siguiente no puedo moverme de la cama, me quedo echado viendo televisión y no puedo hablar con nadie, ni siquiera con Martín, y sólo me provoca salir a montar bicicleta y escupir en los jardines de las casas más lindas de la isla y cuando a la noche voy a la televisión estoy tan idiotizado que a duras penas puedo hablar, sólo quiero seguir montando bicicleta y escupiendo la enfermedad en los jardines de los que están sanos.

Las noches peores pongo en mi mano derecha un Alplax argentino, un Lunesta azulito que tal vez ya expiró porque tengo muchos y algunos muy antiguos, un Stilnox peruano que seguro es pirata y un Klonopin cortado por la mitad porque así me los dio mi amiga cubana y los miro y los huelo y pienso tomármelos todos juntos a ver qué pasa, cuántas horas duermo, cómo me cambia el humor al día siguiente, pero después recuerdo que les he prometido a mis hijas llevarlas en julio a París y entonces tiro las pastillas sobre la cama y la que más cerca termina de mi almohada es la que finalmente meto en mi boca.

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